Estoy leyendo Gomorra, de Roberto Saviano, aunque tal vez sería más correcto decir que estoy a un párrafo de acabar Gomorra, de Roberto Saviano. El libro es... Intenso. E irregular, pese a todo el bombo que se le dio con la película del mismo nombre; Saviano desborda talento cuando narra la historia personal de las víctimas, y a veces roza lo poético, pero en mi opinión pesa demasiado el aspecto documental. Te pierdes entre nombres de organizaciones, suborganizaciones, agrupaciones, sistemas, por no hablar de los capos, los killers, los arrepentidos y sus complejos vínculos de traición y fidelidad. En muchos sentidos, la novela te abre los ojos y te llena el estómago de indignación (y a veces puro asco), una dieta a la que me pregunto si terminaremos por acostumbrarnos. Gomorra se titula así por un texto panegírico que alguien escribió en honor de una de las víctimas de la Camorra. Comparaba su pequeña ciudad italiana con Gomorra, el sitio en que reinó el horror y el fuego mientras todos le daban la espalda, y también animaba a sus conciudadanos a volverse y denunciar, aunque eso supusiera acabar convertido en estatua de sal. Comparar Gomorra con un lugar de perdición cualquiera es tan manido que ni me paré a analizarlo pero en el pequeño texto en homenaje del amigo asesinado (que el autor no llegó a leer en su funeral por miedo a las represalias), llama la atención esa reivindicación de la figura de la mujer de Lot.
Entre los vagos recuerdos de mi temprana educación católica, la mujer de Lot es poco más que una extra bastante gris que merecía siempre un pequeño gesto de humorística reprobación por parte del sacerdote (ya os lo imagináis: meneo de cabeza, "¡Estas mujeres!"). Es el epítome de la mujer curiosa, una Eva a pequeña escala, que desobedece el mandato de Dios y por eso es castigada. Pero incluso a la tierna edad de... ¿Ocho, diez años?, me parecía un castigo desproporcionado y cruel por un acto tan humano como volverse a mirar. De hecho, conservo un recuerdo particular en rutilante technicolor de los 50, la escena de una película en que recreaban el momento en que la mujer se volvía y quedaba convertida en un pilar informe de sal, que barría a continuación el viento del desierto. Saviano me ha obligado a replantearme la interpretación de la mujer curiosa que desobedece a su marido y, por ende, a Dios mismo. Quiero decir, meses después de la destrucción de Sodoma y Gomorra, Lot y sus hijas vagan por el desierto, atormentados por la soledad, y ¡Ba... boom! Incesto. Creo que Dios los castiga también, sin llegar, eso sí, al ingenioso sadismo del que acaba de hacer gala con la mujer de Lot. Seducir a tu padre/mantener relaciones sexuales con tus hijas, en este pasaje del Antiguo Testamento, es menos grave que girar 180º y echar un vistazo.
Se ha simplificado la dimensión del gesto de la mujer de Lot. El Dios del Antiguo Testamento, Yahvé, es un dios poderoso y vengativo, que protege a los suyos solo si le demuestran fe ciega. No permite que sus seguidores pongan en duda sus decisiones. He takes no shit. La monstruosa e imperdonable falta de los ciudadanos de Sodoma y Gomorra consiste en haber dejado de adorar a Yahvé. Un dios con una autoestima saludable les habría dado la espalda sin más. Yahvé no. Y que una mujer se atreva a volverse y contemplar su vengativa destrucción, que se convierta en testigo y sienta incomprensión y horror, que sea capaz de denunciar - que ponga en duda la grandeza y la infalibilidad de Yahvé-, es lo que no puede quedar sin castigo.
En cualquier ámbito, quienes están convencidos de estar actuando en nombre de una entidad superior, sea esta una idea de estado, una nación o un dios, temen y odian a los que se atreven a volverse. Porque ese es el germen del cambio.
2 years ago