Wednesday, March 30, 2011

Lobos

El tema llevaba rondándome un par de semanas y, si mi estado de ánimo hubiera sido otro, habría encontrado el momento y las fuerzas para escribir y sacármelo por fin de la cabeza. De niños, ¿nunca probasteis a calcar un dibujo por el primitivo - y pese a ello, efectivo- método de sujetar una hoja de papel frente a la imagen y apoyar ambas en una ventana? Simple solo en teoría, porque los codos y las muñecas empezaban a chillar de dolor al poco tiempo, y te rendías y acelerabas el proceso, despreocupada ya de las posibles imperfecciones. El resultado final dependía del tiempo que hubieras soportado la incómoda postura, pero en la mayoría de los casos, mis calcos dejaban mucho que desear, y mis trazos nunca coincidían del todo con los límites de las formas que pretendía copiar. ¿Y esto viene a cuento de...? De que es justo así como me siento. Trato de recordar las palabras que creía que me definían no hace tanto y descubro que no se ajustan a la realidad - que sí, es cambiante y fluida, pero si carecemos de un "yo" desde el que interpretarla, las cosas se ponen realmente feas. Quiero decir que me siento como si tratara de calcar a la persona que me gustaría ser y descubriese que mi copia no le hace justicia. Metáforas rebuscadas aparte, dos lobas han escapado hoy de su recinto en el Zoo de Barcelona y una de ellas ha campado a sus anchas por allí unas horas. Esa noticia me ha recordado una anécdota que suele contar mi abuela y que hacía tiempo que quería compartir aquí. Conocemos a nuestros abuelos cuando enfilan el último tramo y tendemos a pensar que la placidez con que viven sus días -salvo excepciones, sí- ha sido la pauta de su vida. Que siempre, incluso en esas fotos en blanco y negro desde las que dos jóvenes desconocidos nos sonríen, han sido unos ancianos amables. Hasta que un día descubres que esos ancianitos de vida dulce y monótona tienen una historia no tan dulce. Que tu abuelo, con catorce años si los había cumplido entonces, viajó solo más de cien kilómetros hasta una ciudad donde tuvo que hacer noche para realizar unas gestiones. Entre permitir que fuera su hijo de catorce años o dejarlo a él, a su madre y a sus hermanos pequeños a merced de unos falangistas que aparecían cada noche a abrirles la puerta de casa, por si los fugados buscaban refugio allí, mi bisabuelo optó por el mal menor. O que tu abuela pasó su infancia y parte de su juventud trabajando como pastora. Y que (aquí comienza la anécdota), siendo todavía una niña muy pequeña, sentada en un prado en medio del monte, un lobo se acercó y se llevó un cordero entre las fauces. Podría haberse quedado paralizada de miedo, que es la emoción a la que yo habría sucumbido, pero a mi abuela le pesó lo que supondría perder un cordero en casa, de modo que se levantó, cogió unas piedras y se puso a seguir al lobo. A este le había podido más la gula que el instinto, y el peso del cordero le impedía huir con la rapidez habitual. Así que unos cuantos metros después -imaginaos la escena: el lobo huyendo con el corderito entre las fauces y una niña pequeña y ceñuda siguiéndolo desafiante-, el lobo se rindió y dejó ir al cordero. La primera imagen que guardo de mi abuela es agarrando a un conejo, matándolo de un golpe en el cuello y despellejándolo en menos de un minuto. Fue muy inteligente por parte del narrador subrayar el detalle de que la abuela de Caperucita estaba enferma. Porque de no haberlo estado, el lobo habría acabado siendo una decorativa alfombra a los pies de la cama de la abuelita.