Sunday, April 27, 2008

A petición de the Freaky Blonde/Ms. Greenhills

Pereza indolente un domingo de la mañana. Espejismo de verano en una ciudad del norte. En tu blog comentabas no hace mucho las similitudes entre eslovacos y japoneses: yo he encontrado una entre leoneses y británicos, quienes, en cuanto notan, agradecidos, que el sol les calienta la espalda durante veinte minutos seguidos, se despojan con gesto de prestidigitador de sus ropas de abrigo (me he asomado antes a la calle y he visto a una niña con un vestido blanco de manga corta y un flash de fresa en la mano, a jubilados con polos de colores y señoras con blusas de lino; una tarde, a principios de marzo, el invierno nos concedió una tregua y me crucé con varios universitarios en camiseta y pantalón corto... Una cosa no quita la otra, eso sí, y ningún leonés que se precie renuncia a sacar la chaquetina de paseo bajo el brazo). Me estiro y noto cómo crujen los huesecillos de la espalda y el cuello. Recojo "Alias Grace", de Margaret Atwood, que ayer dejé caer medio en sueños al suelo. Hablando de sueños, sonrío al recordar que esta noche he visitado a L. en su casa de Túnez (L., don´t know why, vivía en realidad en un piso diminuto que recordaba más a la guarida bohemia de un escritor del Barrio Latino en París que a su casita frente al mar). Abro la ventana de mi habitación. Todavía huele al incienso que encendí ayer. Dejo la puerta abierta, pongo la música a un volumen quizá excesivo (ventajas de quedarme sola el fin de semana... A todo esto, en el piso sigo bien aunque no puedo evitar echar de menos a mis compañeras del año en que me mudé aquí). El miércoles coloqué en la estantería los libros de la tesis, que pretendo retomar pasado el break de las oposiciones. Me sorprendió comprobar la cantidad de tiempo y trabajo que le he dedicado en realidad; también me angustia un poco la perspectiva de todo lo que me queda por delante, aunque gracias a otras doctorandas que conocí en Edimburgo descubrí que las crisis forman parte del proceso de escritura. El congreso me sirvió además para poner por escrito lo que creo que forma el core (mmmm... ¿epicentro?) de mi tesis. Desquiciante, ahora que lo pienso, tratar de demostrar una hipótesis cuando partes de su conclusión (el profesor de Lógica y Filosofía del Lenguaje estaría tan orgulloso de mí ahora mismo...).
Respecto al trepa: tampoco sé gran cosa de él. Trabaja en traducción. Me saluda con una sacudida de cabeza en el departamento si estoy sola o con otros becarios, efusivamente y con aire paternalista si me encuentra con un profesor o catedrático (excepto S., quien, al parecer, cortó en seco todo intento por parte de este chico de que su relación fuese más allá de lo estrictamente correcto), y, si nos cruzamos por la calle, evita mi mirada. Cuida su aspecto. Y sospecho que, para que su poder no se debilite, durante puentes y vacaciones tiene que enterrar su ataúd en tierra procedente de la universidad.

Thursday, April 03, 2008

Y... He vuelto definitivamente a la dura realidad

Porque en el departamento, a) siguen tomando decisiones que de un modo u otro me afectan sin considerar que yo puedo tener algo que decir al respecto, y b) el trepa ha resultado ser un trepa (ya sabéis, me he propuesto conocer bien a la gente antes de juzgarla y sí, definitivamente este chico lo es): teniendo en cuenta qué culos tendrá que lamer, no lo envidio.

Casualidad /revisited/

(Sí... He decidido eliminar la introducción porque no terminaba de gustarme - It's my party and I'll cry if I want to).
Septiembre del 2007. Mientras apurábamos la cerveza sentadas en la terraza de una escalinata (Lisboa y la belleza de sus calles dejadas, como si la languidez de los fados se hubiera transmitido a las encargados de las tareas de mantenimiento) ha anochecido. Después del calor de las últimas horas de la tarde la brisa nos acaricia. Deslizo el dedo desde el borde del vaso, a temperatura ambiente, hasta el último resto de cerveza, que sigue razonablemente fresco. Escucho a D, italiana, a quien he conocido el primer día del congreso. Lleva un año viviendo en Barcelona. Le interesa el mundo de la traducción. ¿Qué lenguas? Japonés, italiano, español. El japonés, como era de esperar, se le resiste. Tras ella, la tarde azulada se tiñe de negro. Decidimos irnos. Nos despedimos a la vez con un "Ciao/Chao". Una sonrisa y tomamos direcciones opuestas. Estoy a cinco minutos de la plaza del Rossio; los lisboetas parecen haber decidido salir a celebrar esta tregua veraniega que les da el otoño; la iluminación de las calles es casi teatral; la lengua portuguesa me envuelve con dulzura. Tomo la calle que me llevará al hotel. Los coches se detienen en el paso de cebra. Miro de forma automática a izquierda y derecha. Una centésima de segundo después mi cerebro, que ha registrado una imagen, me obliga a girar la cabeza de nuevo a la izquierda. A unos cincuenta metros de donde estoy, bajo la luz mortecina de un portal, dos hombres se sientan en el escalón, la espalda apoyada en la puerta principal. Donde debiera estar el rostro de uno de ellos hay una masa roja y amorfa, bulbosa, enorme. No hay ojos, ni nariz, ni boca. Razono de forma estúpida que se trata de una máscara, como si el hombre hubiera decidido disfrazarse de racimo de uvas rojas e irregulares. Lo descarto un segundo después. Consigo desviar la mirada y volver a caminar, avergonzada de mí misma por haber convertido durante varios segundos al tipo en protagonista de un freak show.
Se lo comento a mi madre a la vuelta, como anécdota en una conversación insustancial. No vuelvo a mencionarlo.
Marzo del 2008. "Quite, quite, not a lot". Es frustrante cometer ese tipo de fallos a estas alturas. Me lavo los dientes mientras repaso la conversación con el dueño del Bed&Breakfast donde me alojo. "Tired?" "A lot". Suspiro con la boca llena de pasta de dientes y el espejo me devuelve mi imagen salpicada de gotitas blancas. Lo limpio con un kleenex. Con mi pijama rojo y una taza de sucedáneo de Cola-Cao en la mano logro sentirme un poco menos desplazada, un poco más en casa en esta habitación extraña decorada con estampados florales que no hacen juego entre sí. Enciendo la tele y me echo en la cama. En un canal enseñan casas cuyo precio ronda las 300.000 libras esterlinas a dos chicos ingleses que no consiguen decidirse porque el jardín de una es demasiado pequeño, otra es perfecta pero está en un barrio de clase obrera, y el segundo salón de la tercera da a la calle. Cambio de canal. La sonrisa pretendidamente seductora de un chico que intenta remedar el estilo de los brokers de las películas de los ochenta llena la pantalla. "In this life, some of us are winners, and others... aren´t". Un reality cuyo ganador conseguirá un puesto en una de las más importantes empresas del Reino Unido. Veinte treintañeros arrastrando un trolley diminuto y con enormes gafas de sol. Con la imaginación visualizo la última prueba: "Cómete a ese bebé y llegarás a vicepresidente". Sin pestañear, los semifinalistas replican: "¿Con o sin mayonesa?". Cambio de nuevo. Grey's Anatomy. Doy un sorbo pensativa el agua marrón con sabor a chocolate artificial . Hmmm... No. Aprieto otra tecla. La goma suave cede a la presión, la pantalla se queda momentáneamente en negro. Y aparece él. El mismo hombre con (sin) el mismo rostro. Los bultos informes y violáceos. La voz deformada apenas audible bajo las capas de tejido rojizo. Intento ser razonable: no puede tratarse de la misma persona, sin duda sufre la misma enfermedad, pero no puede ser él. Extraordinary people: The Man with No Face, se titula el documental. Su deformación se debe a una afección de los vasos sanguíneos del rostro, que crecen hasta que el tejido se expande. La voz en off, distante y fría, desgrana los datos: se llama Xosé; vive en las afueras de Lisboa; cada día recorre la distancia desde su casa hasta la céntrica plaza del Rossio, donde se sienta a contemplar la vida que pasa deprisa frente a sus ojos; desde que su enfermedad comenzó a deformarle el rostro, a los catorce años, el tiempo dejó de tener sentido para él. Los lisboetas y los extranjeros le contemplan con más o menos descaro, a veces con horror, otras con compasión. Quiere operarse para pasar desapercibido.