El taxi llega a las ocho y veinticinco, dejándonos un margen de veinticinco minutos para llegar a la estación, comprar el billete, etc. Llueve sobre una Toscana verde en la que todavía no se ha instalado el otoño. Nos cruzamos con niños con cara de sueño y con abuelos que, pese al cielo gris y la lluvia fina y persistente sacan el cochecito con el nieto o nieta enfundados en sudaderas con capucha en miniatura. Riquísimos, pienso, y como siempre mi subconsciente añade "dijo el ogro", en una broma que mi original cerebro no se cansa de repetirme. Llegamos, pues, a la estación de Siena, donde descubrimos que el tren lleva media hora de retraso. Optamos por esperar veinte minutos para el de las nueve y dieciocho (decisión acertada, ya que al llegar a Siena el tren de las ocho cincuenta llevaba un retraso de noventa minutos, según los monitores). Nos encontramos con G., la chica italiana que me había echado una mano con lo del taxi: nos acompañará hasta Empoli, aunque el sueño podrá con ella y se dormirá a los pocos minutos de subir al tren. Hacemos tiempo en el andén. B. y L. discuten sobre cómo la mayoría de las culturas conocidas representan el tiempo como una línea en que un punto imaginario, el presente, divide el pasado, lo que dejamos atrás, del futuro, lo que está por venir, y sobre cómo Derrida ha rechazado por absurda esta representación (¿cómo puede extenderse ante nuestra vista el futuro impredecible?) y presentado como alternativa otra línea temporal en que un sujeto caminaría "hacia atrás", es decir, contemplando el pasado y con un futuro incierto a la espalda donde se encamina. Para mis adentros me pregunto cuánto tardaré en poder mantener una conversación insulsa e intrascendente. B. me pregunta qué tribu del Amazonas carece de distinción de tiempos verbales. Sin mucha convicción respondo que los hopi (¿alguien se anima con el Google?).
Me doy cuenta de que esto se eterniza, así que recurriré a unas cuantas notas del viaje Pisa-Madrid.
Nos despedimos de L., quien en todos estos días no ha aprendido a pronunciar nuestra "r".
Taxi hasta el aeropuerto. Lo compartimos con una chica catalana que hemos conocido haciendo cola.
Aeropuerto. Check-in sin novedades. Curioseo por las tiendas. Veo El País en un kiosko y no resisto la tentación de comprarlo (luego nos lo ofrecerán en el avión).
Avión. Duermo unos minutos. Turbulencias. Me leo el periódico de arriba a abajo, incluida la sección deportiva (¿qué demonios le ha pasado a Darío Silva?). Nos sirven un pescado à la Iberia. Disfruto, sin embargo, del pan (nota: el pan en Italia, al menos en Siena, lo preparan muy, pero que muy soso). Estamos al lado del baño y maldigo a todos y cada uno de los inocentes que a lo largo del vuelo se ven en la necesidad de utilizarlo.
Terminal 4. Misma puerta de entrada que de embarque siete días antes. Sensación de ciclo que se cierra. Conecto el móvil. Autobús a la Terminal 2. Sol deslumbrante, todos en mangas de camisa.
Metro. Bochorno. Es curioso cómo la gente evita mi mirada. ¿Les hago sentirse incómodos? Se sube un niño de unos siete años silbando ni más ni menos que la Cabalgata de las Walkirias. Me hace tanta gracia que le sonrío, lo que lo descoloca (falta de costumbre, supongo).
Autobús a León. Por los pelos. Por fin puedo desentenderme del póster del David. B. me deja "The Visit", obrita de teatro de un autor que ahora no recuerdo, pero que me encanta. El último tramo, después de miles de kilómetros, se eterniza.
A las diez, por fin, en casa. Ceno pan con chocolate por cortesía de C. Cuando ella llega del trabajo, nos ponemos al día de nuestras respectivas semanas (qué bien sentir que alguien te echa de menos). Me meto en la cama con un libro de Matilde Asensi que se ha desinflado desde la página 100. Se me cierran los ojos a las doce y media y no recuerdo cómo consigo dejar el libro en la mesita y apagar la luz. Literalmente me desconecto hasta el día siguiente.
Sacvan Bercovitch y sus comentarios sobre el Puritanismo en Nueva Inglaterra reclaman mi compañía, así que aparco la narración hasta otro día. Espero aprender a subir fotos pronto.
1 year ago
1 comment:
¡¡Quiero comprar un libro escrito por ti YA (y que me lo firmes, claro, faltaría más)!! ¡Qué manejo de la prosa!
Yo las veces que he vuelto a León después de estar fuera siento un "no sé qué, que yo qué sé, que qué sé yo" al entrar en la ciudad... es como volver a "casa" en el sentido más amplio de la palabra, y ciertamente es un sentimiento que me resulta extraño, porque no es apego precisamente lo que le tengo a este mardito pueblo grande, pero bueno, el subconsciente es lo que tiene.
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