Ayer... Hoy, entre las doce y media de la noche y la una de la mañana, hora exacta indeterminada. En la cama, dando vueltas (literal y figuradamente). La semana que me queda aquí ("Por favor, por favor, que nadie siga el ejemplo de los activistas de Stansted y trate de detener el cambio climático empezando por impedir el tráfico aéreo en Gatwick"), el trabajo que he realizado ("Bien, semiosis, sí, colonial también, pero, ¿cómo aplicarla a los textos?"), los papeles que necesito para justificar la ayuda económica ("Tarjetas de embarque -y pensar que yo suelo doblarlas y romperlas casi inconscientemente cuando estamos a punto de despegar-, carta de mi supervisora, facturas, tickets del super, el Toisón dorado..."), este blog ("Aparte de mi querida friki "Sweet Baby", últimamente nadie se deja caer por aquí... ¿Les resultará aburrido?"), sentimientos de culpabilidad ("No debí haber comprado esa bolsa de bolitas Mars") mezclados con deseos de venganza ("Espero que el que inventó las bolitas de chocolate Mars sea ahora obeso mórbido"), y los toques de atención de mi karma ("Nonono... No lo deseo. Espero que sea feliz. Y gordo. No, gordo no").
Se enciende la luz de fuera. Aquí es común convertir las casas antiguas de dos pisos en dos (a veces más) viviendas. Yo vivo en la planta baja de una de estas casas, de modo que todas las ventanas quedan a la altura de la indiscreción de los viandantes (en realidad, mi ventana da a la tapia del jardín y el resto tiene cristales esmerilados para proteger la sacrosanta intimidad de los británicos). Se enciende, como digo, la luz de fuera (es parte del sistema de seguridad, se activa con el movimiento) y entra a raudales por el hueco entre mis cortinas (persianas, cómo os echo de menos...). Me giro y miro por la ventana, que está a menos de un metro de la cama.
"Será alguna de las gatas".
(OK, OK, mi primer pensamiento es: "Ohdiosohdios, nos van a robar, si ya sabía yo que con este sistema de seguridad merdero nos iba a pasar cualquier día, ohdios, qué hago, aviso o me hago la dormida, con qué me puedo defender en esta habitación, elflexono, losbotesdechampúlanzándolostalvez, ohdiosohdios..."). Desecho estas ideas con una sonrisita nerviosa. La razón da una bofetada al histerismo y se hace cargo de la situación: "Será alguna de las gatas".
Y entonces lo veo sobre la tapia.
Pelo rojo, brillante y tan suave como para hacer palidecer a la chica Pantene. Ojos negros y líquidos con las pupilas (no papilas) contraídas por la luz. Miembros largos y ágiles. Es joven y perfecto.
A la generación inmediatamente anterior a la nuestra le marcó la Bola de Cristal y la muerte de Rodríguez de la Fuente, y nosotros, tierna carne de televisión, fuimos testigos directos o indirectos de tales acontecimientos (aún recuerdo los documentales que emitían en horario infantil).
Por eso no puedo evitar exhalar un suspiro al ver mi primer zorro.
Él, o tal vez ella, no me ve. Incómodo por el día artificial que anticipándose ha iluminado la entrada al jardín, me regala la visión de su pecho blanco y el sigilo de sus movimientos y desaparece. Dejo caer la cabeza sobre la almohada. Las incongruencias quedan aplazadas hasta la lucidez del día siguiente (¿Qué hace un zorro en medio de una zona residencial londinense? ¿Se alimenta de basura?¿Dónde están los sádicos y elegantes aristócratas que tendrían que haber aparecido persiguiéndolo vilmente en mitad de la noche?).